sábado, 11 de febrero de 2012

Yo, lector

Por Leandro Diego

Sospecho que el hábito de la lectura empieza siempre, más o menos, de la misma manera: cierto placer, cierto aburrimiento del mundo, cierta necesidad de algo más. Al menos así empecé yo. Y, si bien aquellas primeras motivaciones persisten, ahora hay otras. Muchas otras. Porque en algún momento incierto, empecé a escribir. Y porque en otro momento más preciso (tres años atrás) decidí (o entendí) que la escritura sería la única actividad a la que le dedicaría, en forma constante, el resto de mi vida.
Y es de ese lector del que voy a hablar, porque ése es el lector que soy: el lector que escribe. Porque el acto de leer se convirtió en una herramienta de trabajo necesaria, inseparable de la escritura y, entonces, le fui perdiendo el respeto al libro, lo fui desacralizando.
Al principio con prolijidad y algo de culpa: subrayaba con regla y hacía mis anotaciones con lápiz. Para eso, necesitaba leer sentado, cómodo y, por eso, cuando no lo hacía en casa de mis padres, lo hacía en bares. Ahora leo en cualquier parte: colectivo, subte, plazas (donde más me gusta leer últimamente) y también bares, pero no los de antes, no los del centro: bares de noche, pubs, llenos de música y murmullos (que forman una especie de antisilencio que me permite, sorpresivamente, una mayor concentración). Y ya no hay prolijidad ni culpa para con el libro: lo subrayo, lo escribo, resalto párrafos (algunos, incluso, los transcribo para sentir, al menos, el acto físico de escribir alguna genialidad) y ejerzo cierta simbología que, con el tiempo, se hizo impenetrable para otro que no sea yo. Porque, como cuando estudiaba para el secundario, las marcas y subrayados me permiten recordar cosas con mayor facilidad: mi memoria es, ante todo, visual.
Leer es una de mis mayores obsesiones porque siempre creo estar leyendo poco. Para tener algo de que agarrarme cuando me corre el fantasma de la falta de lectura, hace tiempo, resolví fechar los libros según el mes y el año en que los leo y así llevar una estadística de las lecturas mensuales. No tiene sentido, pero lo hago. Por eso me siento, ante todo, un lector deudor. Luego, un lector de cuentos. Porque escribo cuentos. Y a eso me vengo dedicando aunque voy intercalando novelas y libros de historia o filosofía (en ese orden de importancia numérica).
Ya no sólo leo lo que me gusta: suelo obligarme a leer ciertos libros que tal vez, como lector, no leería pero que, como escritor, debo leer. Y, con el tiempo, sucede que, en realidad, todo me termina resultando, al menos, útil. Después de leer un libro, es probable que no me termine gustando; lo que no es tan probable es que no me haya servido para nada: algún recurso, la forma de titular, alguna escena memorable. Algo siempre hay. Cervantes decía que no hay libro tan malo que no tenga algo bueno y Wilde decía que  no hay libros malos; lo que hay son malos lectores. Antes, con todos mis prejuicios de adolescente y la arrogancia sentenciosa de periodista (me recibí en 2009), no creía en eso. Necesitaba estar en contra de algo.
Ahora, no. La literatura me volvió un lector (y un hombre) más libre.

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